jueves, 15 de octubre de 2009

PENITA PENA
Sólo las gotas continuaban deslizándose entre nuestras pieles: todo lo demás quedó detenido, las aves, los planetas, los girasoles. El aroma de su exacerbado cuerpo absorbía mi mirada mientras succionaba, estático. Diminutas y sicodélicas lilas, efímeros mandala, olí que llovían, clavándose por entre los desapercibidos coágulos de silencio en la luz que se alejaba de su asombro y entraba en mí. Tuve que tirar suavemente de sus cabellos para que recobrara la docilidad con que, hasta hace poco, me había entregado su descontrol; pero a medida que nos apartábamos, las cosas iban recobrando su habitual complejidad: La cama… sus precipicios y las palabras no dichas listas a arruinarlo todo. El gran espejo ahora me devolvía un turbio signo, mientras aún las sombras de nuestras ropas, como siempre, murmuraban indecencias irreproducibles sobre los muebles. “…Intenta olvidar, sí, sí, tu sabes que lo intenta.” A veces me parecía oír.
Y el tamaño de lo incomprensible cerraba nuevamente el círculo. No era la falta de música, o de amor. Eran ciertos recuerdos y la estupidez… Entonces, volvíamos a hacerlo, esperando encontrarnos sin vernos más allá, fuera del tiempo. Y así eran esos momentos. Lo que sucedía luego era incierto, “la amo, la amo” me oía, incrédulo ante la idea de no poder abrazarla en esa cama cada vez más extensa, queriendo tantas cosas confusas a la vez que terminaban todas atascando mi ánimo.
A cualquier hora, por algún impulso extraño, nos vestíamos y nos despedíamos; aún con cuidado, a veces pareciendo enemigos. Era terrible… Y ella decía que me amaba con locura, y yo la amo, me repetía. Entonces, de nuevo haciéndonos daño, nos separábamos, dejando adrede algo suelto, algo flojo, algo tan simple como la fecha de la próxima vez que nos veríamos, y me iba mal, sabiendo lo que hacía. Yo también estaba loco.

Las mañanas sin ella han sido, desde que las conozco, revoltijos dolorosos que entremezclan mi cara y mis recuerdos; en especial cuando hemos estado realmente separados, como ahora. Sobre mi almohada es diferente, el vacío entre la cama y la pared es sólo eso. La conversación de anoche, de la última noche (la que sea) sucede lenta y detalladamente en mi cabeza, todo vuelve a suceder: su cara cuando la conocí, la llovizna que nos despidió, aquellas veinte palabras de amor en la pantalla siendo contadas por sus dedos desde alguna cabina pública de internet antes de enviármelas en una carta que ya no conservo, la vez que me quedé sin revoltijo porque me dejó, en un par de frases canallas, sin recuerdos mutuos; su incredulidad ante mi dolor, mi amor, mis sonrisas el día que quería abrazarla y ella, furiosa, confusa, también quería que la abrazara pero de veras. Todo nos pasa nuevamente las mañanas sin ella. Vuelvo a abrazarla, vuelvo a perderme en aires que se van; plenos silencios de explosión en su cuerpo… igual como en aquel parque de confidencia dudosa, cercano al Estadio Nacional, una noche en que ahí se jugaban las eliminatorias para otro mundial y todo era histérica alegría, y nosotros dos nos fundíamos también en otra situación irreal; porque tú aún no salías de aquel tiempo de calles y casas de fantasía, de ese mundo confuso que te impulsó al suicidio. Yo ya hacía meses que estaba con otra, pero tu y yo igual volvimos a drogarnos de nuestros aromas, y mis manos y mi pecho mi ropa, sentimos que desaparecían entre los dos, vibrando fusionados esa noche como otras que no me atrevo a relatar; como la unión de dos sonidos o dos gotas sobre el para-brisas, sobre su cara cuando la conocí, bajo la llovizna que nos despidió. Me alejo cabizbajo, lámparas, gotas, ojos, hoyos en la vereda... todo se vuelve a repetir las mañanas sin ella. En especial lo doloroso.
Si existe una contradicción es la de lo que pienso por entonces que sucede en ella. Me es demasiado sencillo imaginármela actuando de diferentes formas, lejos. Demasiado sencillo. Pensar que sólo actúa, a veces que sólo siente, o que no actúa como siente, y esto último tiene dos interpretaciones para mí, la buena y la mala. La buena la guardo para el almuerzo, la mala me tortura hasta entonces. Demonios con nombre propio que ella ni sospecha cuan gravemente cuelgan de mí (lo más terrible es que aparecen siempre con ella, de cosas de ella, y al final resultan tan de ella como míos, pero para ella (¿o sí?) no son demonios. Putamadre, me digo, y los dos de la mano de ella se vuelven uno, un solo monstruo desmesurado que me aplasta, me des-maya) me llevan a no querer pensar un segundo más en esta vida de mierda que nos pone siempre a la misma distancia uno del otro, ante complicaciones que dos amantes comunes entenderían, pero basta ya. Casi son las nueve de la mañana (8:43), y hace tantas horas que estoy sentado aquí, escuchando mi música revoltijo cara recuerdos. Radiohead, Soda Estéreo, Gaetano y Chico Boarque, el cantar de los cantares, Gretta Garbo, El tempranillo, Babilonia, Julio Verne (oigo el Enemigos íntimos, de Sabina y Paez. La canción se llama " Si volvieran los Dragones”, para quien le interese), Espartaco, Mesalina, la cigüeña, los bufones, si volvieran los dragones... Aún es temprano.
A veces llegaba por la derecha, otras demoraba mucho, o se vestía como a mí me gustaba más: abrigada. Siempre había algo que notar los martes o jueves que decidíamos encontrarnos de tarde en el gran Parque para fumar cigarrillos y besarnos y sentir frío. Eran nuestros primeros días, tu me dabas tus besos de no sé donde (quiero más) y la angustia no tenía tantos meses entonces, cuando el carrasposo Joaquín estaba equivocado y nos queríamos (te quería) hasta el final, besando tu cuello sentía que sonreías, y trepados sobre esa piedra (como una canchita salada), veíamos pasar a la gente sin importarnos por nadie. Demorábamos para encontrar la comodidad que no sabíamos bien donde buscar. Una piedra es una piedra, pero siempre inventábamos algo, estoy seguro aunque no lo recuerdes; maldita sea. Te amo. Me lo dijiste por primera vez ahí, y no porfíes. Pero no lo harás, no estás, hablo sólo. Me dijo que me amaba rodeándome con los brazos el cuello sobre la piedra; o en mí, o bajando, creo... creo que tú eres mi amor fue lo que dijiste, quizás distraída. Eres mi amor implica que me amas (qué bobo soy) nena. Entonces te abracé y tú, no sé si lo recuerdas. Quizás lo recuerdes diferente y me odies por no hacerlo igual, aunque sigo siendo optimista. Lo más probable es que me llames charlatán (Charlatán mío querendón).
…Saliste del lugar que construimos en el ciberespacio, donde yo titulaba mis deseos con una excusa, It’s only love, título de una canción de Charly García del que lo robe, ¿te acuerdas? …y no se comprendían mis ataques de dramatismo, y te fastidiabas -no podías molestarte, eran tan solo las primeras cartas de un extraño- acusándome de no ser el mismo, a lo que para mi futuro malestar llamaste: exageraciones. Ya estaba loco, y de la misma locura posterior. Te escribí un cuento Venus sin revancha, sin luna ni sol, y el título te pareció tan malo que ni ahora ni nunca lo has podido repetir entero sin confundirte. Fue uno de los muchos que iba a escribir contigo, ¿quién lo diría entonces? pero fue el único en el que podría decirte que vaticiné, o construí y enfrenté mi mal. Y el final te irritó porque en el final te perdía sin dar más batalla, sintiéndome la tercera esquina (fuera de que yo intenté un final abierto) sin tanto dolor como ahora; fue por entonces que terminaste con aquella relación de cuatro años, esa que nos condujo a las cartas, la que puso en lo utópico aquella primaria atracción de sol que se muere, de llovizna y espera y espera, algo como cuatro días-horas que no bastan; me has contado que la terminaste por mi amor y tu amor. Aquí me duele. Me duele recordar que no siempre has dicho lo mismo, y no se a cual de las dos tú creerle. Cómo verás el dolor plantó raíces con la segunda versión. Quizás antes o después ¿Cuándo mentías?, guardo la buena para más tarde, para el almuerzo. Sin embargo, sé con la fuerza de lo mío que nos amábamos. Lo sé. Estoy casi seguro, aunque por precaución tienda a contradecirme todo el tiempo, el mismo tiempo con que saliste de esas cartas, diciéndome que terminaban y querías verme...
Aquí no me guardo nada, nuestro segundo encuentro en la vida, uno planificado y deseado y negado siempre hasta esa noche, en la que te pedí para tu sorpresa y no tanto para la mía que ya no nos separáramos, porque yo no podía más. Pero esto no te lo dije, ni hablé de mi locura. Sólo tuve que esperar un poco para que te convencieras (siempre me has dolido, terca). Ya había olvidado tu voz, ¿o fuiste tú quien olvidó la mía? A pesar de que aquella adolescencia nos quede cada vez más lejos, siempre regreso a mirarme, oigo tu voz diciéndome temblar es bueno y nuevamente este sabor de boca como a besos imposibles, a canción repetida; un día saliste de la pantalla al espacio-tiempo del Gran parque, de una forma tan sorprendente como lo es el que ahora, a tanto tiempo de distancia, tras nuestra última discusión, lo único que quiera de esta mañana es poder volver a verte, así sepa que es imposible; siempre lo parece…
Y las noches han ido hilvanándonos en su liminal cadencia. Aun puedo ver todas esas fantásticas y terribles cosas que hicimos juntos, pero no quiero recordarnos más. Quiero no pensar; disolverme, como al pie de aquel árbol que cae y cae y nunca lo nota, así como conminan a hacer ciertos poetas; no canturrear las canciones, no mirar lo oscuro en los rincones de esta sala, no oler tus aromas en mis extremidades, girando, cerrado en tí.
CAÍDO EN QUILCA
Recordaba la vez que amó. No veía más que sombras al final de su camino, pero avanzar era suficiente para consolarlo. La tormenta de la película le había dejado en la mente rayos que no cesan y lágrimas sobre una visión de pianos apolillados cayendo en ruinas. El túnel que lo absorbía tenía un gran cielo despejado, donde brillaban unas pocas estrellas, pero nadie parecía notarlo. La estrecha franja que los edificios del jirón recortaban entre sus sombrías fachadas no disminuía su sensación de eternidad; más bien resaltaba la absoluta lejanía, la oscuridad.
Los ruinosos faroles no alumbraban el boulevard y las bancas, de espíritu colonial, permanecían quietas. Pensó en ser el primero en agitarlas, sin mucho interés.
Las personas que veía andando entre los graffitis le parecían tan absurdas que temió nunca haber visto a nadie realmente hasta esa noche en que de golpe se percataba de su soledad… no obstante sentía algo familiar en todo eso.
El sonido del reventar de gotas de un minúsculo juego de aguas en el pavimento, bajo un pequeño caño, llamó su atención. Tuvo que agacharse. Las gotas resbalaban pausadamente por sus manos, refrescándolas… atenuando el musical golpeteo que debía continuar.
Cayó.
Veía el cielo, la silueta negra de los edificios; del planeta humano que interrumpía su individual contemplación.
Cuando abrió los ojos alguien había aparecido: un mendigo sucio y viejo, quien, definitivamente, se alejaba. Iba canturreando un tango que su padre también solía cantar: Ya sé que estoy piantao, piantao piantao, no ves que va la luna rodando por Callao?
Volvió a cerrarlos.
Recordó la vez que amó. Recordaba esa angustia que le oprimía en el pecho las palabras que deseaba decir. Pensaba en lo feliz y se ensombrecía al hacer sonar aquel nombre, que retumbaba dentro de su mente como el órgano de una catedral sobre su niñez, su juventud, por todos lados, ya tan confundido y entremezclado todo en el seno de sus propios recuerdos, y los recuerdos ajenos que aprendió a escuchar. Su nombre. Ahora era un sonido recordable, pero a la vez incompleto, inexistente en el exterior. Recordaba la vez que amo, fue hace tan poco. Quizás aún la amaba.
Unas voces parecieron acercarse; si tal vez consiguiera algo de ese murmullo… una señal; ¿un ruido insoportable? Abrió los ojos.
Las bancas ahora estaban ocupadas. Nadie parecía notarlo en la oscuridad del Boulevard que se derramaba por las cruces sobre el pavimento rumbo al limbo. Ellos habían quemado los faroles para no ser molestados. Ellos eran los dueños habituales del lugar, y él era el solitario e invisible invasor, el oidor de gotitas muertas y cielos que a nadie seguramente se le hace tan difícil comprender; mas no el único desamparado a la espera de nada. Necesitaba volver a avanzar, sentir que lo hacia, para consolarse y alucinar un túnel sin cielo, eso que Quilca debía ser; buscando una pequeña piedra verde, un amor viejo, dos hormigas suicidas, los truenos tras del piano, algo que no fuera la avenida Wilson y sus travestis, algo que no fuera Lima; el túnel, de Sábato o cualquier otro túnel sin fin que por ahí vendan.
Los faroles que comienzan a aparecer intentan iluminar el camino, pero ya ni el cielo existe. Sólo a los lejos quedan sonando melodías familiares, cantos desesperados que desempolvan una y otra vez los recuerdos. Ha salido la ancha luna y nadie aquí se enterara. Amar no vale la pena. Alguien debería escribirlo también sobre estas pintarrajeadas paredes. Debo seguir caminando.