miércoles, 15 de junio de 2011

Estaba en llamas...


Había una mujer desnuda. Líneas vacías, transparentes, dibujaban sus ideas. El panorama desde sus ojos era un agujero cóncavo lleno de verdes, grises y ocre de ladrillos. Imaginaba sus orejas, la gradación tonal del cielo entre dos negras palomas. Vió algunas personas conversando. habría caminado si aquellos ojos no la hubieran afectado con su sueño, le habría pedido perdón al pasto por no interesarse, y hubiera ido; pero su espalda, apoyada al tronco de un árbol, no quería perder su opresión, ni animarse, ni pensar. Y sin embargo, la belleza de la sombra del árbol bajaba de una rosa de recuerdos de otro día de suelo de sombras difusas que le hacían recordar algo malo en sentir el peso de tantas nubes, pero daba igual. Líneas blancas, palabras, voces, discursos que se repetían. Difícilmente una mancha púrpura, una insólita gota de color púrpura estrellándose en los ojos abiertos; soñar era mejor, era esa gota coloreando la lengua de un perro devorador de moras. Soñar era estar desnuda, cambiar y pensar pero no mucho en algún no muy claro deseo, queriendo que aparezca en verdad algo puro, algo propio; bello e innecesario, pero natural.

Mi triste Apolo, no muerdas la madera, Dafne ya no siente. No claves tus ojos en estos círculos que se suspenden; vuélvete del lado de su madera o derríbala con susurros, mi triste Apolo. No cedas al clamor de voces como las mías, mi confuso persecutor; Dafne quiere oírte, ella entrecierra los ojos en la savia, clava en su corazón la imagen de tu dolor y regocijo en el éxtasis de sus dedos secretos. Pero no te lo dirá ella, Dafne se ha perdido entre las hojas. Oye mi voz que es la de ella y no es, que escurre mi mirada por su espalda, crispada de deseo solar, que ve nuestros cuerpos lejanos en la escena y que aconseja, Apolo, no oigas otras voces. Ansío seguir oyendo tus insípidos jadeos y mis dulces secretos alrededor de nuestros cuerpos, sintiendo lánguida que así estás bien.

...Mirando por la ventanilla del automóvil, rumbo a la casa vacía. Había un árbol. Tan sólo duró unos segundos. Desapareció. Desapareció como todo, exceptuando la luna, unida a esos ojos, interesada en mirarse, confundida. el auto doblaba una esquina. La luna aparecía quieta detrás de él. Los pies le temblaban cada que veía el rostro de hombre que había adquirido aquel hijo que ahora lo arrastraba al volante.
Volvió el árbol, acompañado esta vez de un farol de luz ámbar. La escena había perdido gran parte de la belleza que contenía. Segundos luego eran unos niños desnudos. Dormía. Padre.
Padre... la casa, recuerdas, no tiene la apariencia que antes había tenido. Los claroscuros del día que comenzaba aligeraban la impresión del recuerdo de la noche en que la abandonó. El niño corrió hacia el segundo piso y le saludó desde la ventanilla del automóvil, papá, papá. Despertó. La luna se movía. El marco iluminante de la pintura resaltaba su ausencia en la expresión del hombre.
María se reprochó. Urdir tan a menudo; a cualquier estímulo... pero esos ojos revelaban la luna en su resplandor: quizás sólo un recuerdo.
Pasó al siguiente cuadro, uno que era suyo. Le fastidió estar relacionando cada imagen, cada escena, con el desarraigo, la fugacidad del tiempo y la terquedad de la Luna de esa misma noche, la que, a pesar de acelerar a fondo, nunca pudo dejar atrás. Alguien le preguntó por lo que intentaba expresar en este cuadro. Fingió una respuesta positiva. Le daba pena confesarle a ese extraño que ahí ella presentía, pero no presentaba los brazos de Mamá Eva.
El hombre se fue. Mirando por la ventanilla del automóvil. La frase estaba escrita en el papel. María lo dudó antes de arrugarlo. Arrugó la servilleta y la dejó junto a la tasa. Hubiera querido aplicarle una pincelada violeta.
Luego que salió del brazo de André y se internó en los nuevos colores que le llovían desde la noche, dejando sin anhelo ni rencor el ambiente de la exposición, hubiera querido algo de amor expuesto, pero sabía que Andy por estos tiempos no podía más que fingir mal.


Había algunos autos afuera, cuando llegaron a casa.
Esos amigos la dejarían ebria antes del amanecer irremediablemente, así que los evitó; al menos por un momento. Arriba, sola, pensó en llamar a alguno que fuera también su amante. Pensó en la cara deprimida de Pier, y logró decidirse por el violeta y por Astor, sabiendo rencorosamente lo consuetudinario de aquel intento por no serlo. Esparció el color; esparcía una manta, una sombra, la irritación del champagne, su necesidad de afecto a flor de piel. Cambió la línea recta por una onda, mientras decidía dejar de intentar pintar. Recogió aquella onda en el cuerpo y salió de su Atelier. Bajó a la sala, donde encontró que la niñez convulsionaba plácida. Se presentía la luna ahí también.