viernes, 24 de diciembre de 2010

la piedad


Casi nadie podía distinguir al hombre ahí, sentado frente al parque sobre la vereda rota, dándole la espalda a la iglesia más antigua y olvidada de la ciudad. Era como aquellos amorfos bultos de basura que aparecían y desaparecían por sus calles al amanecer, con la diferencia de que él temía cobijar aún demasiada vida. Llevaba el cuerpo cubierto por imposibles periódicos y cartones, adheridos de lo recolectado durante sus inimaginables caminatas tratando de alejarse de ningún lugar. Sólo entonces, al recoger los frutos de su magra tierra, podías ver surgir de dentro de las mangas de su saco de casimir almidonado sus manos de calamar muerto, sus dedos interminables, quebrados por coyunturas protuberantes a causa del frío, y sus uñas plomas, casi tan gruesas y ennegrecidas como sus años de espera, cerrándose coordinadamente sobre aquellos crepitantes papeles de una forma tan armónica que parecía realizar todas las veces la misma maniobra.
Su rostro ya no reflejaba los buenos tiempos de su empleo de Supervisor-Jefe de Vendedores del gran almacén del centro, cuando los lentes le hacían juego con la corbata y sus manos eran elogiadas como manos de pianista; tiempos de su matrimonio con una mujer que lo respetaba hasta el silencio, tanto así que se murió del puro miedo cuando se enteró que había dado a luz a dos niños, y no a uno, sin su consentimiento. Pero tampoco reflejaba los años duros que precedieron su huída. Su rostro ya no reflejaba casi nada, sólo la miseria de largos años en la calle que lo habían reordenado de modo que ya no quedaran rastros de piedad en él, volviendo acuosos sus ojos grises, extraviando sus labios entre motas compactas de su barba y bigote entrelazados, y perdiendo la vitalidad de sus fosas nasales, anegadas por los restos flotantes de todos los aires que había tenido que respirar durante su huída; porque huía de recuerdos ineludibles, razones agobiantes: de su antigua fe cristiana, de los edificios de cuatro pisos en los que veía siempre trepados sobre el borde más alto a sus dos hijos adolescentes; los veía saltando al vacío, inermes, y él corría con los ojos desorbitados a verlos destrozados en el suelo, pero ellos salían a su encuentro y lo abrazaban, y le decían: papi soy inmortal, deme otro cigarrito. Y él se los entregaba, consternado.
Pero, a pesar de sus largas caminatas, siempre terminaba sentado sobre la vereda de la misma iglesia, clavando sus ojos en el pequeño parque de bancas de mármol y pileta de bronce -enrejado hace siglos para su protección por algún municipio insensato- que quedaba cruzando la calle; donde al caer la noche se dedicaba a escudriñar los resquicios pétreos qué el imaginaba cálidos y húmedos de una escultura femenina de expresión conformista; resignada, quizás, a la hediondez de las palomas, dominado por rezagos de cierto instinto confuso que le hacía verla más humana de lo que aparentemente era cargando a su hijo muerto, así como él cargaba a sus hijos moribundos la segunda vez que se arrojaron del edificio, en el que vivieron, y sobrevivieron, ante la incredulidad de todo aquel que oyera hablar de esos hermanos que se creían inmortales, los que ya se habían arrojado hasta cuatro veces antes de cumplir siquiera veinte años, siendo aún como dos niños obedientes que le hacían caso en todo a su padre. Tanto, que ya no hicieron nada luego que él los abandonó, y se murieron más bien quietos, sin que por mucho tiempo nada los delatara, sin que su padre loco se enterara nunca que casi lo habían olvidado el día que murieron. Pero él no estaba loco, él sabía que continuaban vivos sobre cada edificio que tuviera cerco de granados pues por el simple hecho de persistir el frío sobre la vereda, porque Dios no existía, porque aquella su tibia muerte no aparecía, porque a pesar de todo siempre abría los ojos al siguiente amanecer, esperando que inusitadamente volviera la noche, que anocheciera sobre él.


Mientras Tanto, la estatua de mármol, de rostro cansado, obtenía brillo propio las muchas noches que fallaba la luz del poste encargado de opacarla, haciendo crecer en él ansias que sólo eran refrenadas por la presencia de las altas verjas coloniales, ansias que no desaparecían en sus remordimientos; se acumulaban noche tras noche viendo languidecer, de vez en cuando, su tibio resplandor, a causa de las luces de algún auto inoportuno que avanzara a lo lejos, tras el parque, buscando refugio.
Una noche en que la falla eléctrica del poste coincidía con una Luna tan llena que hasta las bancas, arrancadas, flotaban por su celeste nebular, sus ansias desbordadas lo hicieron moverse. Se levantó sin sentir que lo hacía, como dejando un falso peso abandonado tras de él, y caminó cruzando la calle, sin detenerse. Encontró con la mirada el camino clausurado. Sintió entre sus manos la quebradiza e hiriente sensación de cáscara de los hierros oxidados del cerco colonial, que, de pronto, cedieron como ceniza ante la inmensa presión de los años de intemperie vividos; abriendo una ruta por la que pudo llegar a ella, tocarle la frente con sus dedos infinitos y sentir sobre sus palmas atónitas la frialdad de sus pétreas vestiduras, arrugadas en un mismo y eterno gesto, disociándose tan de golpe sus ansias que tuvo que sentarse sobre la polvorienta banca al pie de la estatua, sintiendo quebrarse la última de sus pasiones-ilusiones de una forma tan catastrófica que se quebraron también las murallas que contenían sus recuerdos, y apareció de pronto en el centro de una sala, con la desgracia de sus dos hijos sin madre pidiendo a gritos ser amamantados, siendo luego rechazados de los colegios normales, recibiendo la burla de los chicos más crueles del vecindario que los tildaban de “Niños Caballo” y lo motejaban a él como el Jinete Sin Suerte; subiendo las escaleras del edificio el día que maduraron sus terribles ideas y decidió reunirlos en la cocina para convencerlos con artificios de mago de su fascinante calidad de inmortales, sin imaginar que no podría convencerlos sino tras varios años porfiando de subir a la cornisa y arrojarse al vacío, mientras él se escondía como no pudo esconderse en la banca del parque a causa de la luz de luna que atravesaba las rendijas abiertas por entre sus coyunturados dedos, mientras deseaba la muerte en vano, porque sabía que nunca moriría, lo había pedido tantas veces, extendiendo los brazos hacia ese cielo estéril que lo cubría sin Dios, que había comprendido lo inútil de su fe, quedando tan ensimismado que no percibió el momento en que logró conmover a la muchacha de mármol que lo miraba desde lo alto; quien se levantó silenciosa, dejando acostado sobre el pedestal de piedra a su hijo muerto por todos nosotros, y bajó, extendiendo hacia él sus pechos grises en el instante preciso en que él la noto, sorprendido, observando en ella toda la existencia divina por la que había clamado tanto tiempo. Dejó que lo abrazara y recostara sobre su regazo, meciéndolo amorosa bajo sus pechos olorosos y acariciando su pelo sucio, lentamente, hasta lograr dormirlo, soñando el rostro lleno de piedad que lo dejaba con el sabor de sus labios frescos en el paladar muerto, que lo dejaba morir con la lujuria de sus besos.

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