jueves, 13 de diciembre de 2012

Wilde y la aparente normalidad

El tiempo que vio nacer la obra teatral de Oscar Wilde, la penúltima década del siglo diecinueve, fue escenario de parte de las crisis de las jóvenes conciencias burguesas modernas en su búsqueda de especificidad frente a las costumbres y valores tradicionales con los que se veía en la necesidad de negociar por capitales simbólicos en decadencia y resistencia coetáneas. Per-vivientes en el siglo que termina en aquel Londres oficial, ese que, juzgando su degeneración como criminal, lo condena a cárcel con trabajos forzados tras haberle prodigado bienes, fama y aprecio durante los años de su apogeo, actúan los remanentes de un Necesitar el Poder del Amo, un control que a pesar que se ha dicho nada románticamente que Dios ha muerto, erige a la razón, la ciencia, la honestidad como el bien, el bien como uno, muy diferente del mal, el positivismo del sentido común moderno como el unívoco gran Otro, nuevo garante de lo correcto, del saber; cuando el sentido común, para el autor, aparece como el menos común de los sentidos, y todo esto entre aquellos discursos altisonantemente encontrados pero todos familiares para un representante de la elite ilustrada de la universidad como podían resultar los de los también coetáneos Nietzsche y Mallarmé, el Lord Chambelán o inclusive a La Iglesia. Freud, Baudelaire, Ruskin, Rimbaud y la Biblia, Stevenson y Walter Pater como meta textos comunes (polifonía resorte de una suerte de exotismo que estimula tópicos como el esoterismo y lo fantástico en los discursos de la época: discursos de emancipación sexual, misticismo religioso y revoluciones políticas y tecnológicas), hicieron que el autor respirara de un romanticismo trágico, al modo shakesperiano, tanto como del teatro francés de Víctor Hugo, la Comedia, abierto también a la re-presentación de los clásicos desmitificadoramente. Alegre pesimista, ya sea leyendo la Biblia o a Moliere, post enciclopedista, heredero de su ambigua ampliación paradigmática, totalizó la des totalización, se animó a utilizar diversos soportes para su discurso: la novela, el teatro impreso y el en acto, los cuentos, inclusive, dirían muchos, su propia vida; pero se persigue de historia a historia una misma tendencia, el elemento trágico subyace a la alegría de la réplica. El destino irlandés es constitutivo de la felicidad del lenguaje, dice, acerca de la obra de Wilde, Delia Pasini, en el prólogo a su teatro completo edición en español (losada 2002). Sus obras están compuestas por idílicos ensueños en función a histéricos silencios trasvasados por la ironía de los que prefieren y necesitan una normalidad en las formas del diálogo, una alegría tal que oculte la culpa o la negación de parte de sí, para asegurar la paz, la identidad, la verdad, el consenso o la razón, ya sea por exceso o por defecto de la representación, es así que la necesidad de fingir es matizada por la desesperanza o la contradictoria fe en el eskepticismo, como modo de supervivencia en un espacio que aparece pro-trágicamente representado. Desde el espectador todo, incluso los tiempos de las decisiones, de la imposibilidad de retractarse, volver al pasado, librarse del destino (por ejemplo la muerte envenenados de los personajes de la Duquesa de Padua, La duquesa, envenenada se entera que lo ha hecho erróneamente, engañada por una apariencia). La ironía como un goce oblicuo, con huella de malestar, genere escenas donde los personajes se ven siempre extraviados entre y por las apariencias, así la verdad propia es trágica si no se amolda a lo correcto, forzándose los personajes a una calma superficial, a un extrañamiento de sí mismos. He ahí una puerta falsa a su trascendencia hacia formas paganas místicas del pensamiento británico, ante el fanatismo de los puritanos y los conservadores de la corte inglesa, donde, como los bufones o los locos (personajes de personalidad escindida también) el teatro de Wilde, a más de denunciarlos, se adjudica el trabajo de subvertir los valores de la sociedad que celebra en una suerte de espacio de lo popular carnavalesco inserto en el seno de la corte, como entretenimiento, donde la apelación crítica dura se desinfla en lo grotesco de sus escaladas a paraísos y descensos a los infiernos anímicos de acto en acto, presas del sin sentido de revelación en revelación, entre las tensiones de la historia. Es más fácil creer que Wilde solo quiso solazarse desde una visión positivista con la sociedad victoriana y su puritarismo denunciando su «mediocridad conservadora», sin percatarse de que “la revolución de Wilde va más allá de sólo un contexto sociopolítico y subvierte el lenguaje. Si cada palabra es un prejuicio, como afirmó su coetáneo Nietzsche, Wilde dinamita la palabra univoca con ironía, juegos verbales y oxímoron.” (Fuente web). Discurso subversivo de la subversión, coloca al bien y al mal en un juego de espejos influenciado por las ideas acerca de la belleza que le perseguían. Precursor de las teorías de la relatividad moral, consigue atenuar el juego de las normas relativizando el drama con la confusión de la comedia de enredos mediante su cruel gracia, el malentendido, y a la vez pregona la inevitabilidad de la instancia de la representación, de la forma, del estilo, la elegancia, como trascendentes al bien y al mal, un bien en sí, más alla del bien y del mal, así un personaje dice muy retóricamente que en momentos de suma gravedad el estilo es más importante que la sinceridad, dicho esto como un comentario sincero en un momento dramático su inconsistencia como soporte de la representación mimética lo haría un precursor de la llamada crisis de la representación, supuesta hija de la filosofía del siglo xx pero que se reconoce a través de la retórica incluso como presocrática, mas también puede verse como espacio no ya de la crisis sino de la fiesta del sin sentido de lo grotesco carnavalesco representado en la aristocracia misma, ante el juez de paz en el irónico Algernón, a quien Jack califica de desalmado por poder comer postres en medio de una situación dramática, por ejemplo, en la obra La importancia de llamarse Ernesto. En esta obra se representa un entramado de diferentes intereses que hacen a una pareja desearse, siendo el más cómico de ellos el asunto del nombre: Ernesto, nombre que Jack, juez de paz que vive en una población menor, utiliza en la ciudad para despistar de su vida oficial sus frecuentes entuertos, como fama de un supuesto hermano díscolo. Pero es bajo esa personalidad como conoce y enamora a Güendolin, joven y distinguida dama de la aristocracia decadente. Algernón, un irónico noble, tío de ella, que hace tal como él en el hecho de fingir una supuesta visita de caridad para permitirse horas de licencia, pero en dirección opuesta: de la ciudad hacia el campo, a hacer compañía a un ficticio anciano llamado Bumbury, mas con conciencia más ácida, delata un malestar entre líneas, ante el cual la opción estética resulta la revolucionaria. Es tanto el afán de complicidad en ese acto inmoral que decide acosar al amigo juguetonamente, con una persecutiva visita a la casa de campo de Jack, donde aprovecha su conocimiento de la intimidad de su amigo para abusar de su confianza, acusando luego otra vez su carencia formal, confrontándola con una apuesta negativa pero a la vez débil sobre el matrimonio de Jack y su pariente, tan propensa a ser solo un remilgo que se deshace sin ninguna resistencia al saberse al final la “verdadera” identidad , quedando por otra parte medularmente ligado como partner de la importancia de llamarse Ernesto, pues también él precisa llamarse Ernesto para conseguir el amor que le embarga (tanto como el amor a los muffins) de Cecilia cardew (pariente por la filiación de herencia adoptiva de Jack) desde el Segundo Acto. Es en ese acto donde hay una primera epifanía del sentido, quebrada por la irrupción de otro conocimiento nuevo pero a un nivel tan formal y superficial que lo vuelve tragicómico, con una ilógica patética. Algernon resulta a fin de cuentas hermano del juez de paz, que a su vez adquiere estatuto de noble, e inclusive el nombre deseado (resulta llamarse al final Ernesto oficialmente), coincidencias alegres del final en la segunda epifanía del sentido, esta vez avalada por la supuesta verdad, pero asumida con ironía por el juez de paz “Jack: Güendolin, es algo terrible para un hombre descubrir, de repente, que toda su vida no ha hecho sino decir la verdad”, una verdad muy lindante con una chingana del sentido, la representada previamente en el azaroso intentar mantener las apariencias y las mentiras por un largo tiempo, isotopía primordial en la comedia de enredos, categoría de la que tendría influencia. Jack, por lo revelador hamletiano de una antigua culpa, una vergüenza que se teme aparezca en cualquier momento a la luz, pero en un tono sembrado aquí de un positivismo burgués de este rol del juez de paz de heredad adoptiva, de doble vida de dandi (parte de la representación de lo moderno de Wilde), o por qué no decir retórico-pragmático, toma la opción de representar un rol, crear personajes ficticios, para conseguir el amor de la señorita Fairfax, Güendolin, confiado en que podrá construir la verdad. El continente, ambiente y personajes se adscriben a una órbita aristocrática, pero su contenido textual desvela la subversión libertaria contra la moralidad, la hipocresía de los constructos inflexibles y lo políticamente correcto. Vera y los Nihilistas, su opera prima, enfrenta dos verdades irreconciliables oficialmente: el personaje del príncipe ilustrado convive con dos círculos anímicos adversarios, en esa obra el zarévich finge ser un estudiante de medicina para ser uno de los nihilistas, que conspiran contra la corona de su padre, y así convive con ellos, y llega a amar a una cabecilla nihilista, al mismo tiempo ante su padre el zarévich se ve obligado a esconder su condición de nihilista, y el acto heroico que le hace mostrarse como tal le lleva a la prisión. Mas luego su amor al pueblo se ve como conductor de un amor a la corona, instancia de poder puesta en duda por el padre déspota, mas, reinterpretada por él como su única chance de poder ayudar, ocupando ese rol tras la muerte del mismo. Al final la tensión entre el bien y el mal vuelve a aparecer en la necesidad de la muerte para el paso al bien, la tragedia romántica como camino hacia la voluntad, un pensamiento cíclico de la vida, tanto como un pesimismo irónico. En el teatro de Wilde las situaciones de normalidad aparecen cuidadosamente basadas en el ocultamiento de cierta parte de la historia personal, como ocurre en la obra la duquesa de Padua, donde la ficción vivida por un joven, cuando entra al palacio con un rol de sumisión al hombre a quien planea asesinar vengador de la muerte de su padre, se enamora de la esposa del mismo, y se deja llevar más allá de lo que sus supuestas únicas y más verdaderas intenciones le permitirían, lo que produce el ambiente de fragilidad por donde permea la contradicción y las ironías del destino tensando casual como causalmente como constitutivos del desenlace fatal. Tal vez la meta lectura de Wilde, actor de la (re)presentación tan meticulosa de sí mismo (desde siempre y ya en sus últimos textos más evidente que nunca ligada a su literatura), promovía su efectividad tanto como su aparatosidad, y se nutría de la misma figura retórica en su obra teatral como en su autoría, recuérdese que consigue colocar en un teatro su rechazada obra la duquesa de Padua bajo otro título, Guido Ferranti, coprotagonista, y como de autor anónimo. Esta ambigüedad entre él y su obra se volvió en su contra en el grotesco final de su vida, víctima de la moral que luego de reír un tiempo, sintió el dedo en la yaga.

1 comentario:

karen dijo...

http://overtherainbow03.blogspot.com/